El llanto de los desenterrados



El llanto de los desenterrados



Lima, Septiembre 2010.



Conocí a Pascual mientras desenterrábamos a tu esposa. No es que no lo haya visto antes, sino que ese día recién se me presentó. “Los muertos no son mudos”, decía incrustando su ojo negro en mi mirada, como sabiendo lo que había hecho. Yo lo escuchaba disimulando mi preocupación y sin responder. Los dos trabajábamos arduamente por encontrar el cuerpo; pero luego del huayco lo único que encontrábamos eran cuerpos que habían fallecido hace algunas horas. Podíamos hundir la pala y sacar un brazo, eso era lo peor, pues había que sacar todo el cuerpo, y tú sabes que esos cuerpos ya están muy feos. Claro que Pascual estaba excitado con la labor. Él encontraba la punta de la pala con sangre, la olía y decía: “Niña, seis años, robusta”, o en el mejor de los casos, “Joven, de unos dieciséis. ¡Esta la saco a mano!” Quien ve a Pascual escarbando, con los dedos enmugrecidos, sacando poco a poco el barro y disfrutando con sus hallazgos, pensaría que está ante un demente; pero no, Pascual no estaba loco, él realmente tenía un instinto que le permitía adivinar de quien era esa sangre fresca. Sacaba una pierna, sacaba la otra, jalaba probando si cedía  y luego seguía sacando poco a poco el cuerpo deshecho de la muchacha. Cuando ya lo tenía casi completo, porque siempre faltaba una oreja o los ojos o los dedos, la terminaba de desnudar y la ponía lejos de los otros muertos, los que sacaba a pala.
Para las cinco de la tarde ya habíamos desenterrado a ocho niños, cuatro adultos y dos muchachas adolescentes; ningún conocido, o mejor dicho, ningún reconocible.
            A tu esposa, en cambio, no la hallábamos; estaba como perdida en ese mar de muertos pestilentes que nos había dejado el agua. Ahora, no es que no estuviera seguro de donde la enterré, claro que sabía que estaba a cuatro o cinco metros de la puerta de mi patio, si cuando la maté fue el lugar que primero se me vino a la cabeza; además como buen creyente de Dios le puse una crucecita sobre el cuerpo, la envolví con una frazada y la metí al hoyo que tanto trabajo me costó excavar. El huaico no ha tapado toda mi casa, tú sabes que es más alta que cualquier otra del pueblo; pero también debes saber que la fuerza del huayco rompió el adobe y no sabía si esa era mi casa, aunque no veía ninguna otra a los costados.
Pascual creo que no se acordaba que queríamos desenterrar a tu esposa, porque ese viejo loco sólo seguía hundiendo la pala con fuerza, olía la sangre y  pasaba a otro costado. Él se dedicaba a sacar muchachitas, a desnudarlas y a coleccionarlas. Yo era el interesado en encontrarla, así que seguí haciendo zanjas y buscando la frazada. Como ya se hacía de noche, me olvidé de sacar a los otros, y cuando los encontraba sacaba mi pico y de un solo golpe hueso y carne se partía; tú sabes, para aligerar la excavación. Hacía rato que no oía la pala de Pascual, así que lo llamé. “¡Aquicito estoy!”, dijo; pero yo lo escuchaba lejos. “¡Ven, ayúdame a salir!”, le dije. Ya el hoyo era grande y no podía salir solo, por más que me trepaba con mi pico pisando los muertos. “¡Ya voy!”, dijo. Por un momento pensé que me dejaría en el hueco y se iría; pero se apareció un rato después con una cara de felicidad que no podría explicar. “¡La encontré a la Mari­ —dijo—, está completita, completita!”. Me ayudó a salir rápidamente alcanzándome el mango de la pala. “¡Jala muchacho —gritó—, jala que yo agarro duro!”.  Apenas me vio salir se fue con el cuerpo de la Mari. Sí, la misma Mari que tú y yo conocemos,  tu hija, la de pelo castaño y ojos almendrados, la de las caderas anchas y pecho firme que volvía loquitos a todos; la misma Mari que Juan había enamorado con sus huaynitos románticos, o me vas a decir que no sabías que la Mari era la mujer de Juan. Yo te dije, ese Juan será todo un caballero, pero seguro le hacía el amor rico cuando tu ñaña se perdía toda la tarde. Si cuando se emborrachaba me contaba que a la Mari le gustaba tres veces, sino no lo dejaba tranquilo, tú sabes que el hombre ya estaba viejo, así que el tercero era moribundo. Para colmo lo amenazaba diciéndole que te diría que él la había violado. Ay, Julito, yo te dije que la muchacha se revolcaba con el Juan  y tú ni pío. Ahora que la ha encontrado Pascual no sé qué será de ella.
Ya las estrellas estaban bonitas en el cielo, parecía que las almitas de todos los enterrados se habían ido esa mismita madrugada del huayco y ahora ya habían llegado. La Luna acompañaba a las almitas que faltaban, indicándoles el camino. Yo estaba muy  cansado para esa hora, triste porque no había encontrado a tu esposa  y con frío. Me fui a donde estaba Pascual y me eché a dormir a unos metros de donde él dormía junto a tu Mari.
            No sé qué pasó en la noche porque yo caí como una piedra, pero cuando me desperté a mi lado estaba la Mari, y Pascual a su lado con el pantalón hasta las rodillas.  “Pascual, viejo, levántate”, le grité. El viejo abrió los ojos y se subió el pantalón rapidito, medio avergonzado. “¡¿Qué hace mi Mari contigo?!”, grito cuando me vio junto a su amada. “¡Yo que sé; seguro un temblor la ha movido!”, respondí. “Ya veremos, acuérdate que los muertos no son mudos”, dijo. No le presté atención, no me importó lo que dijo. “Viejo loco”, pensé.
Comenzamos el trabajo luego de comernos una gallina que desenterramos y que cocinamos usando unos palos, la ropa de los muertos y las plumas de la gallina; por suerte Pascual era fumador y tenía fósforos. Estaba rica la gallina, suavecita por los golpes, aunque con tierra por todos lados. Lo malo fue que el sol había estado fuerte en estos días, por eso la tierra se estaba secando rápido y era más dura, al igual que los muertos.
Con ganas de encontrarla rapidito a tu esposa me tiré al hueco y seguí excavando. Seguí y seguí y nada; pero tenía que encontrarla porque yo la amaba. Seguro tú ya sabías de eso, porque en esos días que yo me emborrachaba con Juan, él me contaba de la Mari y yo de mi amor por tu esposa. No me importaba que ya te sacaba la vuelta con el viejo Pascual; no me importaba lo que me contó Juan, que le había dicho el mismo Pascual, que a tu esposa le gustaba que le hagan el amor por el otro hueco; mucho menos me interesó que esperaba otro hijo tuyo o de Pascual. Yo Quería hacerle el amor por lo menos una noche, por eso me la llevé a mi casa y le canté un huaynito que había escrito para ella. Pero no quiso la muy desgraciada, me pego cuando la quise besar, me pateó cuando le quise levantar las polleras y me escupió cuando le apreté las tetas. Todo eso me dio mucha rabia, así que la agarré a la mala,  tapándole la boca con fuerza y arrancándole las polleras; ella se movía como endemoniada, queriendo quitar mi mano de su boca. Luego de darle por los dos huecos, yo pensé que le había gustado porque en algún momento mientras lo hacía dejó de moverse y se puso suavecita; pero después me di cuenta que había muerto asfixiada. Como ya sabrás la enterré en mi patio para que nunca se me escape y viva conmigo. A la madrugada vino el huayco y me tuve que ir al techo para salvarme; Pascual no sé cómo se habría salvado.
Como te contaba yo seguía cavando y cavando, hasta que de un momento a otro veo la cruz, la cruz que yo le había puesto a tu esposa, y comencé a excavar con las manos, desesperado por encontrarla. Llamé a Pascual para que me ayude, se apareció al borde del hueco y miró como escarbaba. “¡Por ahí!”, me dijo señalando la frazada.
Por fin la encontré, ahí estaba tu esposa, linda como siempre, un poquito dura e hinchada pero linda. Volteé feliz a ver a Pascual y sentí tierra seca sobre los ojos. “Los muertos no son mudos —dijo Pascual. Ya me contó la Mari que te la quisiste violar y por eso amaneció a tu lado. Yo sé que tú y la esposa de Julio estuvieron la noche del huayco, por eso la dejaste durmiendo, por eso estaba con la frazada tapándose del frío (porque yo sé que le da frío luego de hacerlo) —seguía tirándome tierra y clavando el único ojo que le quedaba sobre mí—, y ni siquiera la pudiste levantar para que se salve del huayco: ahora te quedas con tu perra”. El viejo con cara de muerto siguió echando más y más tierra. Yo quise salir, pero estaba muy abajo y la tierra estaba aún húmeda. Por eso estoy ahora contándote, Julito, toda mi historia, para que me perdones ahora que estoy enterrado junto a tu esposa.

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